jueves, 11 de diciembre de 2008

La estación violenta. Testigos o protagonistas

La estación violenta. Testigos o protagonistas
Horacio Ortiz



Ha llegado el momento de recuperar la indignación.
Germaine Greer

La violencia es la expresión más severa y directa del poder físico. A decir de Hilda Varela, la violencia hace referencia –como fenómeno colectivo– a las acciones cometidas por el Estado o por grupos de población orientadas a producir sufrimiento y daño de manera deliberada en contra de otras personas (en la persecución de objetivos específicos), abusando de ellas. En la actualidad, es calificada como una agresión que suscita la reprobación moral. Por un lado, desencadena el resentimiento y la venganza como respuesta: ojo por ojo, la violencia desata más violencia, en un circuito de hostilidad sin salida. Por otro lado, hay un cierto fatalismo cuando se le vincula con la condición humana: su presencia, a lo largo de la historia mundial, la hace aparecer como el destino inexorable de los seres humanos.
La esencia más profunda del ser humano, decía Freud, consiste en pulsiones (impulsos instintivos) de naturaleza elemental, iguales en todos los seres humanos y que tienden a la satisfacción de necesidades primarias. El objetivo vital es el principio del placer: los seres humanos aspiran a la felicidad. En esta carrera por el bienestar individual, el derrotero femenino, luego del boom de la liberación sexual en el ámbito internacional y su respectiva “derrama“ en nuestro país, se ha vuelto más, y no menos, difícil. Las mujeres viven mejor, pero su vida es más dura. 
No obstante haberse demostrado y aceptado públicamente que las mujeres se encuentran en una situación de desventaja en la educación, en el empleo, en materia de oportunidades, en el acceso al poder y al prestigio, y que el trabajo de cocinar, limpiar y cuidar de los hijos, los enfermos y los ancianos es agotador, la percepción que se maneja sobre la condición de la mujer lejos está de ser modificada de forma estructural. 
Las feministas argumentan, y con razón, que si las mujeres sostienen el sistema, lo más sencillo tendría que ser que ellas mismas lo cambien. Y así está sucediendo. Las mujeres ahora ya no sienten la obligación de continuar sus relaciones insatisfactorias; ya no sienten la obligación de tener hijos no deseados, no planeados; las mujeres comienzan a defender dentro del espacio privado su territorio en razón directa de su aportación económica al hogar, lo que ha propiciado no pocas separaciones conyugales; con el aumento cada vez mayor en el número de mujeres que trabajan fuera de casa cabría esperar, dice Germaine Greer en La mujer completa, que “también estuviese disminuyendo la incidencia del malestar femenino”. La realidad nos dice lo contrario, y lo hace en dos sentidos dramáticos.
Por un lado, el modelo familiar ha cambiado, y si bien la fortaleza de la mujer en el núcleo familiar ha modificado la percepción que se tiene de ella y de su papel como proveedora, sin dejar de lado su participación en la casa, también es cierto que esto ha traído como consecuencia directa, indiscutible y reveladora, un elevado índice manifiesto de incapacidad de las parejas masculinas para reconocer, decodificar, asimilar y asumir esta nueva realidad. El resultado en no pocos casos es el rompimiento. Y con él, la certeza de que es urgente que los varones comiencen también con su propio proceso de reconocimiento y reconstrucción. En este sentido, la mujer se percata que en su camino de liberación se va quedando sola. 
Es difícil para una mujer remontar este proceso y salir airosa. Ha luchado contra sí misma para recuperarse como mujer, para revalorarse. Ha luchado contra el sistema para encontrar un medio de subsistencia. Ha luchado contra el círculo cercano que, erosionado en su propia realidad, no busca ninguna transformación. Ha luchado para que sus hijos reconozcan en su esfuerzo una opción real y favorable de mejoría. Y ha luchado para que su pareja apoye su decisión de salir del esquema de opresión. Ahora tiene que luchar para mantenerse en la decisión y demostrarse que fue la única opción posible para su rehabilitación y renacimiento.
Pero por otro lado tenemos, en este panorama de búsqueda y lucha continua, la persecución y aniquilamiento. En el mejor de los escenarios, esta mujer encuentra un ambiente adverso, pero tolerable. En el peor, como en el caso de Ciudad Juárez, la atmósfera toda es de hostilidad, agresión, persecución y muerte. Pero algo queda claro, a mayor grado de preparación en la mujer, la incidencia de violencia física disminuye, no así la hostilidad en el entorno, pues el fenómeno encierra, como condición de posibilidad, la naturaleza misma de la estructura social imperante en el mundo moderno. 
¿Qué sigue, entonces? Qué ruta seguir para que en esta transformación que la mujer ha emprendido, y que no tiene retorno, en su ascenso en busca de la reivindicación de sí misma, no lo haga sola.
Mucho se ha escrito sobre el contexto histórico, las razones sicológicas, culturales, económicas, sociológicas, de dominación, que originó, fomentó, ocultó la debilitada condición femenina en una estructura social mundial de dominación masculina sobre ella a lo largo de la historia de la humanidad.
Resulta revelador encontrar en el devenir de este discurso, cuyo derrotero pasa por las más iluminadas plumas del feminismo internacional y nacional, la ausencia notoria, preocupante, casi absoluta, del abanderamiento masculino de una causa por demás fundamental. Y no lo digo por el simple hecho de asumir una postura en la que, creo, coincidirán conmigo muchos, muchísimos hombres en México y en el mundo. No es una pose, nada de eso.
La preocupación surge de una necesidad igual o más urgente que la que inspiró a la lucha de la mujer en la búsqueda de su reconocimiento como ser humano en igualdad de circunstancias en el devenir histórico. 
Dice Germaine Greer que si bien la dominación física y sicológica como arma de sometimiento enmarca, como cualquier relación de poder en la que uno somete y otro es sometido, un patrón de conducta que abarca también la dominación histórica que ha padecido la mujer, la lucha por su emancipación (para usar términos afines al discurso de dominación) encierra la paradoja de su propia soledad. Ello porque su búsqueda de emancipación es precisamente del hombre como dictador de la relación que guarda la mujer frente al mundo. 
Es en este sentido que es alarmante la falta de reconocimiento del problema por parte de la contraparte en esta historia. ¿Dónde está el discurso del hombre que acompaña a su pareja en este derrotero? ¿Dónde se encuentra el discurso del varón en su propia emancipación de su histórico y lamentable papel de dominador? Estos cuestionamientos no buscan, de ninguna manera, descalificar la construcción del discurso de las mujeres, nada más lejano a la verdad. Tan es así que, de entrada, para que un hombre pueda comenzar el camino de regreso a sí mismo debe comenzar su investigación en la vasta y decantada literatura feminista. 
La estructura social provee un marco de inequidad en la repartición del poder entre los sexos. Es una reproducción tácita del modelo más elemental de dominación de unos sobre otros. La relación amo-esclavo no puede ser menos evidente en esta ecuación. 
Así, en la literatura feminista, construida a lo largo de varias décadas desde el estudio y la investigación exhaustiva, profesional, académica, se observa evolución, no se estanca. El feminismo es, por definición, un cuestionamiento a las relaciones sociales de desigualdad entre los géneros, que continúa en su búsqueda de la subversión de las relaciones de poder. En esa búsqueda, es difícil observar una construcción desde el discurso, el estudio y la investigación, de un aparato analítico que ayude en la reconstrucción del varón en un sentido similar. 
Es decir, el discurso feminista no apuesta por la descalificación del hombre en esta relación histórica, eso es algo aceptado universalmente. La investigación pasa ahora, y desde hace ya varios años, por el tamiz del retorno al universo íntimo de la mujer, al análisis de su propia existencia en el tiempo para retomar el camino correcto y reiniciar el doloroso proceso de cambio, transformación y rehabilitación. 


Testigos o protagonistas

Somos seres infinitamente solos y esa condición 
de solitarios es solamente abordable por nosotros mismos.
Rilke, Cartas a un joven poeta

En el caso del hombre, lejos estamos de entender siquiera, todavía, nuestro papel en la película. Lejos, más aún, de siquiera saber que no sólo no se trata de saber que somos el “villano” de la cinta, sino de entender que somos producto de una terrible y perversa herencia de siglos, tradiciones religiosas, relaciones de dominación, repetición de patrones equivocados. 
Dice Greer que toda niña es concebida como una mujer completa, pero luego se la va incapacitando progresivamente desde que nace hasta su muerte. La primera obligación de una mujer, entonces, consigo misma, es sobrevivir a esta proceso, luego reconocerlo y a continuación adoptar medidas para defenderse. 
Desde esta perspectiva, podemos afirmar, que todo niño es concebido como un ser superior, y desde que nace y hasta que muere, progresivamente, la estructura social se encarga de capacitarlo para ascender en la escala social y dominar, ser poderoso. Y en el camino, de paso, se le enseña que a la mujer no se le “toca ni con el pétalo de una rosa”, a menos que sea de “tu propiedad”. Y mientras no lo sea, hay que cortejarla en público, no obstante en privado se le considere un objeto. Y cuando pienses que ya es de “tu“ propiedad, entonces sí, no sólo la puedes tocar, puedes hacer con ella lo que quieras, y si ella se resiste, entonces te queda la opción de la fuerza. La mujer, en este espectro de construcción masculina, es un premio, nada más. 
Pero nunca se le dice a un niño que la mujer y el hombre son iguales, que ambos tienen las mismas obligaciones, las mismas oportunidades, las mismas expectativas, la misma necesidad de ser feliz, el derecho a disentir, a pensar distinto, a sentir distinto, a moverse distinto, a hablar distinto, a querer lo mismo, tal vez. En fin, a los niños no se les educa para coexistir con las mujeres, sino para dominarlas, para hacerlas a un lado y usarlas cuando se desee.
Así, entonces, si la igualdad significa el derecho a participar en similares condiciones de los beneficios de la realidad, tal y como está, lejos estamos de presenciar un proceso de liberación en el mundo masculino. 
¿Cuál liberación? Me dirán, de qué hay que liberarnos los hombres, si el mundo es nuestro. Las mujeres han comenzado, como hemos explicado, ese duro proceso de apoderamiento de sí mismas. 
Nosotros, por el contrario, no estamos enterados siquiera de que el mundo, nuestro mundo, en el que nos movemos a diario, el que masticamos a cada instante, está hecho a nuestra medida, con la única condición de su inmovilidad. Pero ellas han dado el paso, y con él han decidido que ya no quieren vivir con hombres que no las miren, que no las respeten, que no las acompañen, que no las escuchen, que no las quieran, que no respeten su intimidad, sus deseos, sus anhelos, y así un largo etcétera que así, sin más, conforma la condición femenina.
El feminismo ha rescatado la concepción de que el valor de una mujer radica en su existencia misma. Los hombres hemos sido educados para decidir por, para no pensar en, para no comunicarnos con, para abusar de, para imponernos a, para no compartir con “las mujeres”. Hacerlo implicaría, sencillamente, ser débiles. Y si algo no puede ser un hombre en este mundo, es ser débil. Porque ser débil es ser algo “parecido” a… una mujer. Y si algo teme el hombre de nuestro mundo es a las mujeres, porque las mujeres son fuertes, son inteligentes, se conocen de la forma más íntima que un ser humano puede conocerse, conocen sus debilidades, sus emociones, sus sentimientos, sus dolores, sus temores. Esa intimidad está vedada, cancelada, para los hombres, porque reconocerla en uno mismo es reconocerse como un sujeto “vulnerable”, cambiante, moldeable, transformable. Y el “cambio” es un término prohibido en la jerga de los dueños del balón.
Una vez que entendamos que para comenzar nuestro propio proceso de reconstrucción debemos comenzar por aceptar que no somos seres superiores que han sido alcanzados en una carrera por un grupo de mujeres que logró escalar el muro que conduce hasta donde nos encontramos en la escala de la evolución humana. 
¿Quién dijo que nosotros habíamos llegado allá arriba? ¿Quién nos engañó y nos heredó durante siglos la implacable idea de que por ser hombres merecíamos un mundo mejor e inaccesible a las mujeres? ¿Quién nos mintió respecto a concebir un universo intelectual basado en un pedazo de carne entre las piernas?
Si creemos que la diferencia en el mundo se establece en función de un miembro del cuerpo que unos tienen y otros no, y que se emplea como estandarte para abanderar la cruzada en la que los que poseemos un pene debemos dominar, sojuzgar, penetrar, sobajar, someter, a las que no lo tienen y por esa razón insustancial socavarlas, lejos estamos, repito, de nuestra propia salvación.
Si continuamos pensando que poseer este trozo de carne entre las piernas nos hace superiores, cada vez más seremos testigos lejanos y no protagonistas cercanos y acompañantes del merecido retorno de las mujeres al mundo que les pertenece por naturaleza. Y peor aún, nos quedaremos más solos que nunca… y entonces el proceso será tanto o más doloroso que el que la historia ha deparado a la mujer, por lo menos hasta el día de hoy.
Esto no es una competencia. Pero si logramos reconocer en el esfuerzo que las mujeres han realizado en este tiempo de lucha, nuestra propia necesidad de emprenderlo también, entonces tendremos, acaso, una oportunidad.

Autor de La eternidad de la condena, Aldus, 2005; Bibliópolis, CNCA, 2008; coautor de El libro rojo, Tomo III, FCE, 2008; coordinador y coautor de Un murmullo de tinta intraducible, CNCA, en prensa, antología de escritores mexicanos y de habla portuguesa.

Hilda Varela, Introducción al libro Violencia: Estado y sociedad: una perspectiva histórica, compilado por Martha Ortega Soto, José Carlos Castañeda Reyes y Federico Lazarín Miranda, UAM/H. Cámara de Diputados-LIX Legislatura/Miguel Ángel Porrúa, México, 2004, págs. 10-11. En este texto, Hilda Varela cita el Diccionario de Filosofía Política de Phillippe Raymond y Stéphane Rials.
Germaine Greer, La mujer completa, Trad. de Mireia Bofill Abelló y Heide Braun, Kairós, Barcelona, 2000. Para comprender a cabalidad esta paradoja, es altamente recomendable leer la dedicatoria de Greer en el libro: “Las contradicciones con las que se enfrentan las mujeres jamás habían sido tan dolorosas como ahora. La mujer de carrera no sabe si debe hacer su trabajo como un hombre o a su manera…”
Marta Torres Falcón, “Violencia de género y el papel del Estado”, en Violencia: Estado y sociedad: una perspectiva histórica, compilado por Martha Ortega Soto, José Carlos Castañeda Reyes y Federico Lazarín Miranda, UAM/H. Cámara de Diputados-LIX Legislatura/Miguel Ángel Porrúa, México, pág. 477-479.






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